Le despertó el sabor a tierra en la garganta y la aspereza de la lengua. Fue al abrir la boca frente al espejo del lavabo, cuando descubrió, aterrorizado, aquel nido de gorriones a punto de eclosionar bajo su paladar.
¿Y ahora qué?, pensó, cómo iba a negarle a su mujer que le había engañado. ¿Cómo explicarle lo de la otra noche? Los whiskys dobles. La seductora figura de Lorena en la pista de baile. Las sábanas revueltas. El servicio de habitaciones.
¿Cómo convencerle de que no hubo en ello premeditación? Si sólo el contoneo rítmico, grácil, de las caderas de Lorena por los pasillos le producía sudores en la oficina. Si pensaba continuamente en atraparla. En convertirse en uno de esos presuntuosos que la tomaban del brazo al salir del ascensor en la planta baja del edificio.
De no haber hecho caso a Germán, el jefe de ventas, no se habría tomado esa última copa. No habría invitado a Lorena a pasear por el puerto. No se habrían contado aquellas vergonzosas confidencias. No le habría besado en la boca. Y no le habría visto salir volando por el balcón con su camisón de plumas, chirriando espantada, después de decirle (ebrio, claro está) que la quería.
Podría disimular, se dijo, seguramente los huevos no tardarían mucho en romperse y los gorriones volarían libres. Podría fingir hasta entonces un terrible dolor de muelas y no acudir al trabajo. Tomar ese puré que Margarita hacía a los niños cuando estaban con fiebre. Tomarlo con pajita, sin abrir la boca, por supuesto.
O podría escupirlos uno a uno por la ventana. Lavarse luego la boca con el cepillo de las uñas para no dejar ningún rastro. No, eso no podía. Seguro que Margarita adivinaría la culpa en sus gestos. Porque Margarita, Margarita sí que era lista.
Así que sin vacilar, dirigió sus pasos a la cocina, colocó una sartén en el fuego y preparó una redonda tortilla. Seguro que si aquellos huevos sabían la mitad de bien que los besos de Lorena, su mujer iba a relamerse los dedos. Notaría su textura esponjosa en el paladar, el suave sabor en la lengua, un toque salado en la garganta, el gusto particular y erótico de los huevos. Y agradecería a su marido aquel detalle con tanto placer que los dos acabarían, por fin, después de tanto tiempo, haciendo el amor en la parte más inesperada de la casa.
(Taller de cuentos Fuentetaja)