Se habían estado buscando. Y, por fin, allí estaban, en el atardecer de aquella playa. Hundiéndose en el agua.
Sus labios se separaban apenas hace unos instantes. Lentamente. Sentían la humedad en la lengua con el ligero sabor del otro impregnado en sus papilas y la fuerza de sus alientos entrecortados.
Antes se habían acercado. Él le había acariciado el pelo. El brazo. Los senos. Había tratado de reconocerla adentrándose en su retina. Es posible que allí se hubieran quedado grabadas las huellas de sus últimos pasos en la arena, el recordatorio que recibió hace meses, el frío de los inviernos solos, los años que pasaron uno antes que el otro, los hijos que no fueron de los dos, los amantes que acogieron para purificar el sudor de las sábanas, los exámenes de la universidad, las risas de entonces.
Él le había acariciado el pelo áspero y blanco. El brazo del que colgaba la piel maculada y marchita. Los senos lacios. Había tratado de reconocerla en sus ojos cincuenta años más jóvenes.
Porque ahora volvían a ser tan jóvenes como aquel verano…
- No hay nada que hacer -sentenció el médico de urgencias- Hora de la muerte: 19:57.
En la blanca sala de hospital se escuchaba el agudo y molesto zumbido de un encefalograma plano.