domingo, 15 de abril de 2007

Molinos de Viento




En las noches de viento, los habitantes de Molinos meten a los niños en el armario, en la maleta o debajo de la cama.
Cuentan que hace algunos años una niña del pueblo se quedó jugando en la calle hasta la madrugada. Era una noche de mucho viento. Y se durmió. En Molinos, el viento suena como el suave susurro de una canción de cuna. Y sus habitantes tienen miedo de que a sus hijos les pase como a Silvia. Cuando a la mañana siguiente despertó de su sueño, el viento se le había metido por las venas y le había contagiado de libertad. Silvia ya nunca fue la misma. Era ligera como una pluma y la menor ráfaga de viento se la llevaba consigo, la elevaba como si fuera parte de sí mismo, así que Silvia nunca se dejó el pelo largo, ni llevaba falda para evitar un efecto paracaídas. Y parecía un muchacho. Se metía piedras en los bolsillos cuando salía sola de casa. Era silenciosa. No jugaba con los otros niños. Se la veía siempre en compañía de los más ancianos del pueblo. Les cogía de la mano. Con ellos parecía sentirse segura. No era el peso del cuerpo, sino el peso de los años lo que combatía mejor aquella rebelde enfermedad del vuelo. Se le dibujaba una sonrisa de serenidad en la cara cuando veía girar los molinos en el páramo. Algunos decían que era deficiente. Que aquella sonrisa era una sonrisa boba y vacía. Que la canción que tocaba el viento por las noches era algo así como un canto de sirenas que a ella le hizo enloquecer.

Un día la niña desapareció. Eran días de fuerte ventisca y muchos peregrinos se habían alojado en el albergue. Es allí donde escuché la historia de Silvia.

- Se fue volando- decían unos.
Otros argumentaban que la niña es sólo un fantasma en la imaginación de los más viejos. Que se la inventaron, porque se sentían solos.