viernes, 19 de noviembre de 2010

Que se llama soledad

Sube al autobús. Me mira con unos ojos grises y brillantes. Sonrío. Lleva un fajo de periódicos en la mano. Hace un ademán con la cabeza y se acerca a mi asiento. Aún a riesgo de caerse al tropezar con la mochila de un chico a su derecha.
- ¿Se ha hecho daño?- le pregunto.
Tiene esa edad en la que a uno ya no le da vergüenza nada.
- Pensé que la conocía- me dice.
Y acto seguido me cuenta cómo cada día toma el mismo autobús para visitar a su mujer.
- Es una enfermedad cruel.
Me habla de la enfermedad de ella, me habla de sus hijas, me habla de su pena, me habla de la culpa que siente por haberla llevado allí. No lo dice, pero yo lo siento así. Me da la mano y la aprieto con fuerza. Me dice que es una situación insostenible. Su mujer tiene alzheimer y está en esa última fase de ausencia, en la que todo le es ajeno, en la que todo le violenta y le asusta.
¿Lo ves?, me señala en el periódico, ¿cómo puede ser posible que muera una mujer tan joven? Cuando en la residencia se encuentra de tarde en tarde con esa señora de 101, achaparrada, como un haba, chiquitita, con la sonrisa siempre ausente, que los saluda alegremente a los dos. Buenas tardes, pareja. Como si nunca los hubiera visto antes.
Al bajar del autobús sigue contándome sin darme opción a réplica.
- El cine ha muerto- me dice haciendo referencia a Casablanca (es así como se llama la residencia en la que visita a su mujer).
Asoma la soledad en el bolsillo de su chaqueta. Lleva prendida una flor. De un color rosa pálido, casi marchita.
- Encantado de conocerla- me despide al bajar.
- ¡Que pase usted una buena tarde!
Suelen acercarse a mí. Decenas de ancianos que llevan pegada la soledad como una segunda piel, que eligen siempre mi asiento y que me cuentan la breve enciclopedia de su vida en dos o tres paradas.
Ninguno me ha preguntado nunca por la mía.

(Primera velada de cuentos)