No puedo meditar tranquila.
Cuando era pequeña tenía un miedo espantoso a que una flor me creciera en la cabeza si la lluvia me pillaba sin paraguas.
Temía el uy, mira esa chica tan rara con una flor de sombrero.
Y ahora va mi profesor de yoga y me dice que me imagine una rosa blanca encima del cogote. Y no puedo meditar tranquila.
Yo nunca he sido buena con las flores. Cuando no las ahogo con mi cariño, las desatiendo gravemente. Así que ¡vaya usted a saber qué pasaría si me creciese una flor en la cabeza!
Juan decía que estoy como una regadera. Pero la regadera era él que siempre me traía azaleas y hacía crecer las macetas de la ventana hasta alcanzar el piso de arriba.
El caso es que hace unos días yo estaba meditando y llegó él. Y como lo de meditar no es compatible con ningún otro pasatiempo, le pedí que se marchara.
Se puso muy enfadado. Pero seguro que venía a ponerlo todo patas arriba, a abrir los armarios, a arrugar las sábanas.
Así no se puede meditar tranquila. Traté de visualizar una margarita y no fue bien. Los pétalos se le caían uno a uno como en ese estúpido juego en el que de niña me salía “no me quiere”.
Por eso deshice mi posición de loto y me planté. Me planté en una maceta de la terraza para quererme un poco. Y esperé a saber qué hacer. Y mientras, las flores se secaban a mi alrededor y me las ponía de peluca.
Juan me dijo que todo cambiaría. Y no. Una flor es una flor, un corazón es siempre un corazón (roto) y una pipa es una pipa, por mucho que diga Magritte.
Adiviné que se iría.
Yo intento meditar tranquila con los ojos cerrados. Y ando recitando mantras. Luego le digo a las macetas qué lindas son. Abro la ventana y dejo que entre luz.
Me he comprado un sombrero de ala ancha. Como el de doña Pitu, piturra y las señoras del hipódromo. Porque mire usted, qué lío, si al final me crecen flores. Mejor disimular, por si vuelve Juan. Que no lo espero.
(Para Amalia. Puedes quedártelo, modificarlo, destruirlo, lo que quieras, ya es tuyo).