Leyendo un artículo sobre psicología cognitiva, descubrí que las características culturales imponen ciertos condicionamientos al proceso de almacenar y recordar los acontecimientos. “Para las culturas euro-americanas la tendencia es un mayor énfasis en la autonomía y la individualidad, lo que presupone que a nivel cognitivo haya una mayor retención de eventos discretos”. Un investigador, Wang, observó en sus estudios que los euro-americanos mostraban mayor retención de eventos episódicos que los asiáticos. Por ejemplo, a la hora de recordar hechos biográficos, observó la tendencia de los euro-americanos a recordar episodios discretos puntuales como “ser elegido presidente del club” que constituyen parte de su identidad como sujeto. “En los sujetos asiáticos, sin embargo, el énfasis estuvo en la relación entre individuos, y del individuo con la comunidad, lo que explica la motivación de los sujetos a retener datos de conocimiento más genérico.” Las conclusiones de Wang señalaban que los asiáticos percibían el mundo con menor cantidad de episodios/eventos discretos que los sujetos euro-americanos, de manera más holística.
Me puse a pensar si la mentalidad oriental no es mucho más coherente, más sana que la nuestra. Aquí somos tan egocéntricos y prestamos tanta atención a las eventualidades que quizá no debieran tener importancia, que nos olvidamos de que nos cruzamos con personas y de que en las situaciones que vivimos a veces actuamos como podemos, como nuestro corazón nos dice; otras como nuestra capacidad de reacción nos permite, o como nos obliga la plantilla emocional que guardamos en el saco de nuestra memoria. Leí en otro artículo científico que archivamos milisegundos de nuestras experiencias en nuestro cerebro. Reproches, imágenes mentales, la sensación de un abrazo, la inseguridad de una respuesta no dada, sinsabores, palabras bonitas. Y todos esos pequeños recuerdos deciden por nosotros mucho antes de que se produzca el procesamiento de lo que vivimos y no dejan que actuemos con total libertad cuando se presentan lo que nos parecen situaciones familiares. No nos dejan reconocer que las personas no son las mismas. Nos cuesta ver que las almas son distintas. Que los rostros son otros.
Esto de los estilos cognitivos se puede entender al compararlo con el teatro. El público occidental se sienta a ver cómo se suceden las escenas y vive intensamente el acontecimiento principal y todas las peripecias de los personajes; en cambio, los orientales tratan de llenarse de lo que les sugiere la función en su totalidad. Charlan, comen, entran y salen. Se centran en los actores, les conmueve su expresividad.
¿Por qué fijarnos tanto en lo que nos sucede?, si luego ni siquiera nos damos tiempo para observar lo que ocurre a nuestro alrededor. Y a primera vista lo categorizamos todo sin apenas reflexión.
Puede que no seamos más que personajes, títeres, con un guión preparado, presos de los constructos sociales y de una educación que no elegimos. De imágenes de la televisión. De titulares del periódico. De 1, 2, 3 y 4, Margarita tiene un gato. De historias que leímos. De sueños de niños que no nos atrevemos a cumplir. De años y años. De nuestras convicciones. De horas y minutos. O puede que seamos lo que queremos ser si damos un pequeño paso y somos honestos con nosotros mismos. Incluso encima del escenario, los actores pueden rebelarse. Incluso los personajes de las novelas se le escapan de las manos a veces al autor. Y toman vida propia. Pura vida.
(“El efecto de los límites en la percepción y recuerdo de eventos” Sonia Suárez Cepeda)