martes, 26 de marzo de 2013

32

Un día, de repente, te das cuenta de que han pasado los años.
La dependienta del Body Shop te dice que necesitas una crema para los primeros signos de la edad y entonces te miras al espejo y ves que, en efecto, tus facciones se han endurecido un poco.
Te miras al espejo y ves que la mirada ha adquirido una rara profundidad, como si pudiesen verse en el iris las anécdotas, los viajes, los desengaños, los sueños que se han quedado atrás, los caminos que tomaste, las equivocaciones, las ilusiones que se han ido construyendo, las palabras dichas, el alimento de las emociones.
Te miras al espejo y, con el último corte de pelo, descubres algunas canas. Las cuentas. Te alarmas.
Luego miras a tu alrededor, en el bar de siempre, y no reconoces las caras, los pasos, las voces.
Y miras hacia dentro y ves que has vivido muchas cosas buenas (y malas). Y no cambiarías nada, ni siquiera esa arruga en la frente que se ha quedado ahí de tanto fruncir el ceño cuando algo te hace prestar mucha atención, cuando una charla te interesa, cuando un chico te gusta, cuando algo te enfada.
En realidad, nos pasamos la vida envejeciendo. Respiramos y el aire que nos permite vivir nos oxida al mismo tiempo. Y lo único que nos queda es mirar hacia dentro. Y conservar un poco de ingenuidad, un poco de locura.
No quiero perder aquel impulso que un día en un Café de Santa Cruz me hizo meter la cuchara hasta dentro en el pastel de canela de mi amiga Elisa. No quiero perder tampoco el mismo impulso que me llevó hasta allí. Quiero seguir comiéndome la vida a grandes bocados. Escapar a los montes, gritar cuando yo quiera, escuchar una charla con el interés de un niño, coger la bicicleta, mirar como si fuese la primera vez, amar como si fuese la primera vez, reír hasta cansarme, beber tragos de sueños, sentir que doy los pasos que yo quiero, ver una exposición y emocionarme, compartir mis experiencias, coger un tren para irme a cualquier parte.
En realidad, no hay que mirar atrás, tampoco hacia delante, hay que saber paladear el sabor de cada pequeño gesto, de la brisa que nos mueve, de este rincón, de este ahora mismo. Porque todo lo demás, está por llegar. Y llegará.