"En América tenemos la tradición de "El gran río de los dos corazones": llevamos nuestras heridas a la naturaleza en busca de algo que las sane, de una cura, una conversión, un bálsamo. Tal como sucede en el relato de Hemingway, esto funciona si las heridas no son muy graves." (E. Hoagland)
Llevar sangrando una herida a Canadá no es precisamente la meta de nadie, pero desde luego la naturaleza te salva y te transforma.
Especialmente allí, donde todo es inmenso. Conduciendo por la Columbia Británica no puedes dejar de mirar con los ojos bien abiertos los bosques de coníferas, de un verde intenso, los enormes lagos sin fin, los valles redondeados. Una carretera serpenteante y poco tráfico. Así me imaginaba yo Canadá cuando soñaba de niña en el dormitorio con la linterna debajo de las sábanas y un libro de viajes. Cuando llegas a Squamish y ves el Chief es fácil que te caigas de culo, siempre que no hayas estado antes de frente al Capitán en Yosemite, en cuyo caso dicen que puede parecerte el hermano pequeño. Pero para mí el Chief es imponente, tiene un corazón indígena y preside un pueblo de atmósfera joven y bondadosa. Con unas muffins riquísimas para desayunar :)
Una vez le hablé a alguien del efecto mágico de la luz de la tarde sobre las hojas de los árboles, cuando los rayos dan directamente sobre su superficie y las vuelven luminosas y doradas. La búsqueda de ese instante en el musgo de los troncos de nuestro campamento en Squamish fue uno de mis pequeños placeres allí. Eso. Y hacer saltar piedras planas en el río. Recogerlas con los pies descalzos y el pelo mojado y contar los círculos concéntricos que formaban en el agua. Eso. Y ver cómo una oruga trepaba por su hilo de seda como si fuera un trapecista en medio del camino. Eso. Y sentir el agua fría, helada, cada mañana, cuando me sumergía en una poza del río. Echo de menos todo. Eso. Y los atardeceres al lado del mar. Silbar por el sendero del bosque para ahuyentar a los osos. O al menos ahuyentar el miedo. El sonido de las cuerdas de una guitarra española. La locura. La locura transitoria. Vendarme las manos de esparadrapo para hacer fisuras. Eso y escalar roca de basalto. Dar un abrazo amplio e imposible a un árbol nervudo y viejo, con la corteza quebradiza, en un bosque mágico. Un tejado de cabras. Seguir con la mirada la estela del ferry en el agua del océano. Echo de menos todo. Perderme en los cerezos, despertarme bajo un melocotonero. Eso. Leer sentada sobre el tronco de un árbol caído. Caminar por él como un funambulista sin el peso de la ropa. Atravesar pasillos de espesa maleza. Nadar en un lago de agua de color imposible. Eso. Y todo lo demás. La sensación de estar en un estado salvaje. Y sobre todo, libre. Y la soledad. También echo de menos estar sola. Sin estarlo. Y encontrar ese lugar dentro de mí en el que nadie puede entrar. Y cerrar los ojos tranquilamente, pensando que todo está bien.