jueves, 20 de noviembre de 2014
Venecia con jersey de rayas
Existen dos Venecias. O más. La Venecia de día está llena de máscaras, de helados, de color, de sombreros, de gritos y de turistas. Y la Venecia de noche es, sin embargo, una trampa mortal, laberíntica, una luz intensa anaranjada y callejuelas estrechas, fachadas desconchadas y ventanas sin macetas, casi puedes imaginarte los crímenes y las traiciones que aquí se han perpetrado.
En las lindes de estas dos Venecias está mi favorita. La del atardecer. Cuando cesa el murmullo y empiezan a sonar los violines en los restaurantes. Cuando sueñas con la Venecia principesca, junto al Gran Canal, una Venecia de fiestas y balcones. La que siempre ha inspirado a los artistas. La que mi madre describía cuando yo era niña.
Descubres entonces la verdadera Venecia en los ojos de quien la mira. Las góndolas y los palacios se reflejan en las pupilas encendidas de los enamorados que aún deambulan por las calles. Los secretos se leen en las pestañas de los solitarios que se sientan a leer un libro a última hora en el Café Florián. Los siglos de historia, y de historias, entran por las venas y te llenan de una humedad cálida y melancólica. La paleta de colores de Canaletto hace desaparecer en sus pinceladas a los transeúntes de la Piazza San Marco. Como si fueran siluetas de un cuadro.
Si todos tenemos una ciudad, Venecia no es la mía. Y sin embargo.
Todos los amantes del mundo vienen a Venecia.
A mí el sabor del café me sigue pareciendo amargo.