(En 17 palabras) "Mientras subía y subía, el globo lloraba al ver que se le escapaba el niño." (M. Sáiz Álvarez)
No aprendemos a soltar.
Nos agarramos siempre a lo que amamos. Y lo que es peor, también a lo que nos hace sufrir.
Hace unas semanas les compré un globo a mis sobrinos. Los dos estaban fascinados con aquellos delfines de nitrógeno.
- Agárralo fuerte -le dije a Julen- No se vaya a escapar.
Mi sobrino cerró con mucha fuerza el puño para sujetar el hilo del globo y me miraba de vez en cuando buscando mi aprobación.
- Te veo, lo estás agarrando fuerte. Pon atención para que no se vuele.
Luego, reflexionando, pensé en la repercusión que aquel insignificante acontecimiento podía tener. En lo que le estaba enseñando a mi sobrino. Es como si le estuviera diciendo: "Eres responsable de cuidar de eso tan querido. Tienes que agarrarlo o lo perderás. Tienes que aferrarte a ello y así evitarás el sufrimiento." Me sentí terriblemente mal por haber puesto en él una responsabilidad tan grande. Y por haberle mentido.
En realidad, no perdemos nada ni a nadie. Es solo que todo cambia. Que todos somos seres libres. Nada ni nadie nos pertenece. Ni siquiera un globo de nitrógeno. En la vida se da el gusto y el disgusto, pero no es sano producir tanto apego al gusto ni tanto odio al disgusto. Cuando llega el placer, se disfruta, sin aferramiento, pues todo pasa, se transforma; cuando viene el dolor, se sufre, pero sin frustración, pues todo pasa y de otra forma no se emerge del dolor.
Tal vez debí decirle:
- ¡Qué afortunado eres! ¡Disfruta del globo!
Y haber acompañado sus lágrimas cuando se hubiese escapado.
O bien:
- ¡Suéltalo! ¡Deja que vuele!
Y hacerle ver que hay cosas que pertenecen a su lugar y es en su lugar donde su belleza es más simple y más verdadera.