Llevo el corazón hecho trizas en el bolsillo. Por la noche cuento los cachitos para comprobar que no falta ninguno. Lo recompongo como un rompecabezas y lo dejo en la almohada para dormir tranquila escuchando sus latidos.
Te lo contaré mientras cenamos.
De pequeña era muy tímida y no quería exponerlo a las miradas de cualquiera. No quería que nadie opinara si tenía forma de pelota o si su color era demasiado intenso. Así que me lo extraje con cuidado y lo guardé en el bolsillo.
Con el tiempo se convirtió en una costumbre. Y ahora, cada mañana, me lavo los dientes, me atuso los rizos y me guardo el corazón en el bolsillo.
Pero no pienses que no lo ha visto nadie.
La primera vez fue Nico, mi compañero de colegio, que siempre me tiraba de la coleta cuando llegaba el recreo. Me gustaba como corría detrás de mí para robarme la pelota en el patio. Cuando lo vio –se lo mostré un día en los baños- los ojos se le pusieron como platos. No volvió a tirarme de la coleta, se escondia de mí en las horas de recreo y se ponía muy rojo cuando me sentaba a su lado.
Después llegó Carlos, el chico de la bicicleta, que me llevaba algunas veces en el asiento de atrás con las piernas en el aire. Se lo entregué aún sano y encarnado. Bajo un árbol enorme. Nos echábamos sobre la hierba cuando nos cansábamos de pedalear. Lo lamió varias tardes y me lo devolvió intacto. Nunca pude sacarle ese regusto cálido de la saliva que luego siempre ha ido buscando.
El otro Nicolás, el chico de la playa, me invitó a probar el mejor helado del mundo y dejé que lo manoseara un poquito algunas noches. Mi corazón estaba entusiasmado de poder salir y respirar el olor a sandía de aquellas manos. Pero al llegar el otoño, ya no había playa, ni otro Nicolás distinto, y mi pobre corazón se quedo sin brillo.
El último, el peor, fue Fernando. Tan atolondrada me tenía que me olvidé el corazón en la mesa, junto a los platos de la cena que no tuvimos tiempo de recoger. No sé cuántos días estuvo allí. Yo sentía una presión en el pecho, pero Fernando me llenaba el bolsillo de cuentos, entradas de conciertos y palomitas de maíz. De vez en cuando salíamos a pasear por la ciudad y lo dejaba otra vez en su casa, olvidado en cualquier rincón.
Un día, sin previo aviso, lo pateó y lo troceó con las tijeras. Él dijo que lo confundió con la carne de hígado que había comprado en el mercado y quiso que lo perdonara. Pero yo recogí los pedacitos uno a uno, le di un último beso y me marché sin decir una palabra.
Hoy lo llevo en el bolsillo. Hecho trizas. Podría coger la caja de costura y remendarlo un poco. Pero me gusta mas así. Solo lo saco cuando no hay nadie, lo miro y lo vuelvo a guardar enseguida, celosa de la totalidad de este órgano, tan rojo.
A veces, alguien me pide que se lo enseñe. Y entonces tengo que preguntarle por qué. Y vienen los problemas. A veces la respuesta es un te quiero y sin embargo. A veces lo quieren solo para un rato. A veces se asustan al verlo tan magullado y, a pesar de ello, tan rojo.
Otras veces, por descuido, se me cae algún pedazo. El otro día, por ejemplo, en la sección de congelados del supermercado. El pescadero se equivocó, lo envolvió junto a un trozo de merluza y me lo encontré palpitante y frío en el paquete. Tuve que ponerlo junto a la estufa para que recuperara el color. Tú te diste cuenta y te echaste a reír. Pero no dijiste nada hasta llegar a casa.
Seguro que te recordó al día en que nos conocimos, cuando encontraste aquel trocito en la butaca de al lado en el cine. Al final de la película, yo acepté tomar un café, ir juntos a la compra, dar un paseo junto al río, salir a cenar contigo. Dejé que escucharas su latido renqueante dentro del bolsillo todos estos meses. Pero nada más.
Disculpa. Cuando me lo pidas al terminar la cena, te diré que no, que no te lo enseño. Que mejor me lo quedo yo aquí en el bolsillo y te presto otra vez esta noche ese corazón de goma que hay sobre la estantería.
Para Anai, que tiene el corazón grande y rojo