He empezado a leer el libro "Una maestra en Katmandú" y en las primeras páginas ya refleja exactamente lo que yo sentí en Nepal, donde a pesar de toda la miseria, de todo el caos y de la suciedad, es posible sentir una enorme tranquilidad, encontrar una extraña paz.
"Nunca antes había visto tanta miseria junta" dice Victoria Subirana "aquella gente malviviendo en el barro, mirándome desde su suciedad, (...) La miseria penetró en mí como si se tratara de una segunda piel. Pero, de repente, cuando a la mañana siguiente me encontré otra vez frente a la gran estupa, y vi a los tibetanos dando vueltas en derredor hacia un camino sin destino, sin fronteras, sentí que, por encima de la miseria, se respiraba una paz sin límites; nunca antes, en ningún lugar del mundo me había sentido mejor"
Cuando pienso en esa sensación en Nepal, recuerdo aquella tarde en Patan, en Durbar Square. El camino hasta la plaza, los talleres de carpintería, los porteadores, los niños jugando descalzos, las mujeres recogiendo verdura en los huertos. Una plaza principal antiquísima con la estatua de un rey que se cree sigue vagando por allí, hasta que el pájaro que está posado sobre su cabeza eche a volar. Allí, sentada en la escalinata de uno de los templos, me di cuenta de que nunca dejamos tiempo para ESTAR, simplemente. No dejamos tiempo para asimilar las sensaciones que nos llegan, las imágenes que nos llegan. El ruido que nos rodea y las actividades que nos ocupan nos distraen de nosotros mismos. Allí, sentada en la escalinata de aquel templo, o viendo en la casa de acogida jugar a los niños a la rayuela, después de haberles mostrado cómo hacerlo, incluso los pensamientos desaparecían y, entonces, solo entonces, comprendí lo que supone mirar en silencio.
El último día en Katmandú leí un artículo genial en un periódico local (que reproduciré en una futura entrada). La periodista reconocía haber encontrado a su mejor profesor realizando un reportaje de la dura vida de los "sin techo" en la época invernal. Conoció a este hombre en Coney Island. El hombre era un indigente con problemas de alcoholismo que se sentaba cada día al atardecer en el embarcadero, frente al mar, usando periódicos para combatir el frío. Era allí donde tenía su casa. En aquel rincón. Ella, que solía sentarse con él a charlar, le preguntó en una ocasión por qué. ¿Por qué no iba a uno de los refugios? ¿Por qué no acudía a un hospital para desintoxicarse? Y él únicamente miró al océano y le dijo: "Mira el paisaje. Solo míralo".