viernes, 18 de octubre de 2013

MAITIA

(Hace mucho, muchísimo tiempo que empecé a escribir este cuento).

Yo sé que existo porque tú me imaginas.
Soy alto porque tú me crees alto, y limpio porque tú me miras
con buenos ojos, con mirada limpia.
Tu pensamiento me hace inteligente,
y en tu sencilla ternura, yo soy también sencillo y bondadoso.
(Ángel González)


Fue entonces cuando me lo dijo.
Yo me eché sobre el suelo, sobre la hierba, y él me explicó que si me quedaba en silencio, muy en silencio, y pegaba mi cuerpo a la tierra, escucharía el latido del mundo.
Le veía apenas en la penumbra. Reposando a mi lado. El cielo había estado cubierto todo el día y caía una ligera llovizna. Hacía frío, pero el calor de la tierra inundaba mi cuerpo. Yo debía de tener el pelo enmarañado por la humedad, ojeras del cansancio, la cara colorada de correr como una loca. Llevábamos días, semanas sin dormir. No podía contarlo.
Además no había metido el chubasquero en la mochila y el suyo, el que me había prestado, me caía sobre los hombros y se hinchaba con el viento.
Pero fue entonces cuando me lo dijo.
Tuve que hacer un esfuerzo para memorizar los sonidos de una lengua que no me pertenecía.
Recuerdo que bajó la cabeza al terminar la frase, con aire de abatimiento, como si las palabras le hubieran vencido.
Y le abracé por detrás, apoyando la barbilla en su hombro.
Habíamos estado paseando por el bosque. Yo iba tarareando un mantra que aprendí en uno de mis viajes. Él caminaba solo, unos metros por delante de mí, hablándole a los árboles de cuando era niño. Pero fue atardeciendo y la oscuridad nos regaló un abrigo para el delirio. Nos miramos. Nos besamos. Perseguimos luciérnagas. Hablábamos en susurros. Nos escondimos de las pisadas de otros.
Llegamos al claro del bosque jadeando y riendo como unos niños.
Y fue entonces cuando me lo dijo. Junto a aquel enorme árbol solitario, que tanto atrajo mi atención.
Me había echado sobre el suelo, sobre la hierba, para escuchar el latido de la tierra. El de él. Y el mío. Como cuando tratas de adivinar a qué torrente pertenece el ruido del agua de varias cascadas de una misma pared de roca.

La última vez que lo vi tenía una mano levantada en ademán de despedirse y la gente corría a su alrededor con maletas y mochilas. Se escuchó una voz en la megafonía que indicaba la salida de mi tren, subí al vagón y lo vi a través de la ventanilla darse la vuelta y desaparecer dentro de la estación.
No volví a escuchar nunca esa voz en el camino, cuando me demoraba persiguiendo algún insecto o atándome los cordones de las botas de montaña.
No volví a correr ladera abajo sin control para caer en los brazos de nadie.
No volví a acariciar el tronco soberbio, nervudo y áspero de aquel árbol que gritaba los nombres de los que no existen.
A veces me pregunto si eran de verdad aquellas manos. Si sus ojos no eran solo ríos de luz.
Con el tiempo los rostros se acaban borrando y construimos a las personas de nuestro pasado con un pincel impreciso y de trazos frágiles.
No recuerdo ya las palabras exactas. Nunca llegué tampoco a comprenderlas.

- Ez gara benetakoak, maitia -le dije a Vera- Zuk irudikatzen nauzulako naiz bakarrik.
Y supe entonces que lo mejor sería irme de su lado.