Amor, celos, ceniza y fuego, dolor y pecado; todo esto existe; todo esto es triste; todo esto es fado (A.Rodrigues)
Visitar Lisboa es llenar las pupilas de una luz intensa a la mañana que luego se transforma en el iris de unos ojos melancólicos al entrar en cualquier tasca y escuchar un fado. Las voces de los lisboetas te envuelven y se mueven en el pecho, oprimiendo el esternón, como queriendo salir en una explosión de lágrimas.
Probablemente tanta pena tenga que ver con su historia, con la triste historia de un terremoto que segó la vida de casi la mitad de la población, las décadas de la dictadura salazarista, los incendios que destruyeron en varias ocasiones edificios emblemáticos de la ciudad y la oscura actuación de la Inquisición que condenó a miles de judíos a la muerte.
O tal vez sea mucho más sencillo y los fados nacieron en el vaivén de las barcas de los pescadores, en los pasos rítmicos de los africanos de las colonias o en ese sentimiento contradictorio y tan humano que oscila entre el amor y el sufrimiento. No hay nada más antiguo ni tema más fructífero en la literatura que los amores imposibles.
De la historia de Lisboa, sin embargo, siempre me fascinó mucho más un anécdota que, lejos del amor imposible más terrenal, está relacionado con la pasión por la vida y por los ideales, aquel instante en que una camarera colocó un clavel en el arma de un soldado para poner fin a casi cincuenta años de represión, mientras en todos los transistores del país se escuchaba Grandola, Vila Morena. Con razón Saramago decía que la única forma de vencer a la muerte es el amor.