El otro día, camino de la clínica. Tenía cita a las 17.30. Y eran las 17.30. Mi padre conducía y no tenía ni la menor idea de cómo ibamos a llegar, a pesar de las referencias que le habían dado. Mi madre se ponía nerviosa y le indicaba. Tira para allá. Gira en la rotonda. Y a todo esto, mi padre no le hacía el menor caso. Yo miraba el reloj. Y bueno. Cuando la consulta es privada, siempre terminan atendiéndote.
Me empecé a preguntar por qué a los hombres les resulta tan difícil preguntar por una dirección. ¿Acaso es cuestión de orgullo? Y por qué las mujeres nos impacientamos tan ridicula y fácilmente que acabamos saliendo del coche o soltando pestes.
Cuando finalmente encontramos la clínica, mi padre, muy a pesar del retraso, siguió dando vueltas y vueltas para encontrar un aparcamiento. Acabé bajando del coche en marcha. A las 17.50.
Me recordó a una situación de hace más de un año. Que siempre me hace reir. Con unos amigos. Un chico al volante. Tenía que llevarnos a tomar un autobús. Y llegábamos muy justas de tiempo. Se pasó más de diez minutos conduciendo alrededor de la estación para buscar un aparcamiento y no nos dejaba bajar. Entonces, ingenua de mí, pensé que, inconscientemente, él no quería que me fuera, esperaba que perdiese el autobús.
El ejemplo de mi padre me demostró que no. La respuesta era más sencilla. Es sólo que los hombres son muy cabezotas.
Me empecé a preguntar por qué a los hombres les resulta tan difícil preguntar por una dirección. ¿Acaso es cuestión de orgullo? Y por qué las mujeres nos impacientamos tan ridicula y fácilmente que acabamos saliendo del coche o soltando pestes.
Cuando finalmente encontramos la clínica, mi padre, muy a pesar del retraso, siguió dando vueltas y vueltas para encontrar un aparcamiento. Acabé bajando del coche en marcha. A las 17.50.
Me recordó a una situación de hace más de un año. Que siempre me hace reir. Con unos amigos. Un chico al volante. Tenía que llevarnos a tomar un autobús. Y llegábamos muy justas de tiempo. Se pasó más de diez minutos conduciendo alrededor de la estación para buscar un aparcamiento y no nos dejaba bajar. Entonces, ingenua de mí, pensé que, inconscientemente, él no quería que me fuera, esperaba que perdiese el autobús.
El ejemplo de mi padre me demostró que no. La respuesta era más sencilla. Es sólo que los hombres son muy cabezotas.