Hablar de niños en estas fechas es un tópico, pero cuando pasas los días rodeada de canijos a los que se les encienden los ojos cuando ven un árbol, una estrella o luces de colores, es inevitable no recordarlo. El otro día a uno de esos canijos se le dibujó una sonrisa indefinible en la cara al decirle que podía pedir un deseo a nuestro árbol. Hacer feliz a un niño con algo tan simple como un árbol de papel produce una sensación extraña, acaso de satisfacción. El caso es que esa sonrisa se contagia, se te mete en la piel. Y se hace incontrolable cuando a otro se le ocurre pedirte una cama con mando, una de esas que suben y bajan al darle al botón.
Hoy, en el médico, me encontré con una anciana con muchas ganas de hablar y pensé lo terrible que ha de ser la soledad. Y pensé también que ella fue niña alguna vez, una niña de la guerra que no tuvo un árbol de papel que la hiciera sonreir. Y entonces entendí por qué a veces a la ancianidad se le llama la segunda infancia.