viernes, 7 de septiembre de 2007

El Amboró y el sentimiento garrapatero

Escaleras formadas por las raices de los arboles. Mariposas turquesa del tamaño de la palma de mi mano. Una puerta mágica en medio de la selva. Árboles con formas fantásticas y fantasmagóricas. Un guía auténticamente camba, que no había estado nunca enfermo a sus 64 años. Que nos contó a la luz de un hoguera historias de la selva. Que nos llevó por caminos escondidos y nos mostró algunas pequeñas maravillas de la naturaleza tropical.
Colores intensos. Verde. Agua transparente y fresca. Lagartos y ranas. Leyendas de jaguares. Jaguares azules sagrados de los indígenas. Avivando el fuego con mi aliento a las órdenes de una mujer joven y anciana al mismo tiempo. La señora Dolores. Que me enseñó que con el silencio puedes decir más cosas que a voz en grito.
Según la tradición, antes de entrar en la selva, uno tiene que invitar a Singani (un licor autóctono), a coca y a fruta a la Pachamama (la madre Tierra) y al jefe de la selva para salir sano y salvo, para no extraviarse ni ser atacado por ninguna fiera. El señor Calixto, que más bien parecía Fidel Castro, recitó los versos que habían de decirse en medio de la oscuridad, porque en las cabañas no había luz eléctrica y tomamos la sopa a ciegas.
Caminamos largo rato en silencio, atravesamos ríos, escalamos, oíamos a los singeros que parecían silbarnos, aunque su objetivo era alertar a todos los animales, vimos monos saltando de rama en rama, escuchamos el ruido de la cascada y agarramos garrapatas. Garrapatas que se nos prendieron a la piel y que encontramos en todas las partes del cuerpo imaginables.
Pero al final, el respeto mutuo. Disculpas a todos los árboles en los que me apoyé, porque uno siente sus molestias en lugares como éste. Y viaje de regreso. Sin mordeduras de mariuíses ni picaduras de mosquito en la piel. Y con la sensación de ser un poquito más fuerte.