viernes, 14 de septiembre de 2007

La isla mágica

De mi viaje con los cooperantes españoles podría contar anécdotas divertidas de los ratos en barco y en avión. Decir que me ha dado tiempo a reflexionar por qué aquí cualquier pequeña cosa es una fiesta. Podría hablar del telón de luces que se extiende tendido en el cielo de La Paz al anochecer, proveniente de casas que cuelgan de las laderas colindantes. De la mujer que rezó para mí en aymara, una lengua indígena que se está perdiendo, frente a la virgen de Copacabana. Pero hablaré de la Isla del Sol.

Una lágrima de Viracocha, el dios Sol de la cultura preinca, cayó y se formó el lago sagrado del Titicaca, a más de 3800 metros de altura. Dicen que en sus aguas hay sirenas y que bajo ellas se encuentra la Ciudad de la Atlántida. Lo que sí es cierto es que la energía es palpable en las islas que salpican el lago. En las ruinas tihuanacotas. La roca sagrada con la imagen de Viracocha grabada por el viento. Las huellas del Sol en el suelo. Un paisaje de la Tierra Media. Un pequeño laberinto en el que sólo los hobbits podrían transitar sin golpearse la cabeza, habitado en otro tiempo por 12 astrónomos indígenas.
Hicimos una larga excursión hacia el cerro más alto de la isla para ver atardecer, habiendo desertado previamente algunos de los excursionistas. No puedo borrar la imagen de mi cabeza de aquel lugar. Parecía que estuviésemos volando. En lo más alto alcanzábamos a ver Peru. Y el inmenso lago. Dos tormentas que venían cerrándonos y nos obligaron a bajar campo a través hasta la playa del pueblo. Sopa de espárragos y carne de llama en el pequeño hostalito de la isla. Y una cerveza paceña en el puerto. Abrigados hasta las orejas.

Se respira tal tranquilidad. No existe preocupación para los habitantes de esta isla. Y lo decía al principio. Allí cualquier pequeña cosa es motivo de alegría. Los excursionistas son arropados por niños que te observan como si fueras un extraterrestre. No saben quién es Bob Sponja, porque no hay televisión. Y como no tienen nada, las pequeñas cosas son lo único que tienen. Así que nuestra presencia era ya un motivo de fiesta.
Nos habríamos quedado una semana, a pesar de tener que dormir con la ropa encima del pijama, la bufanda, de compartir un baño de adobe de un metro cuadrado y no existir otra comodidad sino las vistas.
Nos habríamos quedado, caminando hasta la fuente de la Eterna Juventud a través de los cerros y escuchando las historias de Freddy, nuestro guía, acerca de la cultura inca y sus misterios.

Pero siempre se vuelve a casa. Más tarde o más temprano.