Alguien dijo una vez que Paris bien vale una misa. Parafraseando a ese alguien, para mí bien valen una y cien misas las sonrisas de Abi o de Joel, de Diego o de Lorena. Esas sonrisas tan expresivas y el abrazo fuerte que les sigue.
Ayer me preguntaba qué será de estos niños. Si recordarán de algún modo sus años en la guardería. Y en qué se convertirán. Si habrá forma de conseguir para ellos un futuro, si habrá forma de que aprendan a soñar.
Hace unos días, en una fábrica de papel en la que fuimos a comprar material, un hombre trató de bromear sobre la situación de los chicos.
- ¿Qué tan pobres?- decía y reía con cierto sarcasmo.
- Tan pobres -le dije yo- que no se puede hacer chistes sobre ello.
Él se quedó callado al momento.
Carlos me dijo que no tengo filtro para medir mis palabras, pero lo cierto es que esta única vez estaban bien medidas.
Son tan pobres que una mamá no puede pagar su pasaje (de 15 céntimos de euro) para ir a trabajar y camina varios kilómetros cada día.
Tan pobres que llevan las chinelas del mismo pie y diferente color o que sacan el dedo en sus zapatos.
Tan pobres que se pegan por un puñado de cereales extra.
Tan pobres que no hay plata para comprarles sus remedios cuando están enfermos.
Y acusan carencias más graves.
Les falta un segundo apellido, inventan historias sobre el padre fugado, hablan de las borracheras de su madre con normalidad, son cuidados (y a veces, descuidados) por sus hermanos mayores, de poco más de diez años, son víctimas de maltratos y quién sabe.
Lo que me maravilla es que, a pesar de todo, me den los buenos días con una enorme sonrisa y tengan tantísima energía para seguir jugando durante todo el día y escuchar el cuento antes de la siesta con los ojos llenos de curiosidad.