Dicen que para encontrarse hay que perderse primero, pero yo ando siempre buscándome en los bares, los parques, las bibliotecas y los conciertos y no acabo de encontrarme.
El sábado pasado salí sola a pasear por los alrededores de la casa rural. Y me dí cuenta de que mi problema es que ando siempre despistada, que cualquier nimiedad, el vuelo de una mariposa, una araña que atraviesa el camino, el ruido del viento moviendo los matorrales, los molinos en el horizonte, cualquier pequeña cosa me entretiene durante un rato y alarga mi paseo.
Llegué hasta aquella iglesia en el cerro y me quedé allí descansando. Y hacía mucho, mucho frío. Pero era ese frío que agrada, ese viento frío que llega del norte y se adentra en tus pulmones con una calma pasmosa. Y se oían los cencerros de las vacas. Y alguna que otra voz de las gentes del pueblo.
Mi problema es que cualquier cosa me despista. Que mi cabeza es como una lavadora que no deja de dar vueltas y vueltas alrededor de los pensamientos y a veces hace un ruido monstruoso como ocurre con los centrifugados.
De regreso a la casa rural erré el camino. No recordaba qué senderos había tomado. Pero dicen que para encontrarse hay que perderse primero.