sábado, 20 de septiembre de 2008

Psicología de la mirada

Ayer, mientras paseaba con una compañera de trabajo, me fijé en cómo su niña miraba a su alrededor con los ojos abiertos como platos. Para ella todo parecía nuevo. Y cualquier pequeña cosa, un ruido, un mendigo que movía sus marionetas, un grupo de niños, la luz, cualquier pequeña cosa era motivo de alegría, balbuceos e inquietud por su parte.
Mirar la calle con los ojos de un niño supone ver cosas a las que nunca prestamos atención. Una placa en la que está escrito un poema. Una pequeña tienduca. El color de los edificios.
La mirada de un niño es como la de un viajero. Como la de un durmiente dentro de su sueño. Que lo examina todo. Que quiere llenarse de todo lo que le rodea. Para crear su propio cuento.

De camino al trabajo, más tarde, una mujer anciana subió al autobús. Y entonces ví cuán diferente es la mirada de un viejo. Que lleva escritas todas las bondades y las penas que le han sobrevenido en este mundo. Esa sabiduría que ningún joven puede alcanzar con toda su experiencia académica. Como los ojos grises de mi abuela.
Me pregunté cómo sería yo de vieja. Si me arrugaría como una pasa y perdería los dientes. Si dirían algo mis ojos de todo lo que estoy viviendo.

Ya en el trabajo, observé al hombre de más edad y al más afectado del Centro de Día. Me mira y no alcanzo a saber que hay detrás de esa mirada. No sé si me entiende o si me escucha como a un alienígena. Si estará viviendo a diario una pesadilla o se sentirá reconfortado con mis palabras. Pensé que ha de ser terrible estar encerrado en un cuerpo tan inerte. Porque sé que, detrás de esos ojos vidriosos, hay alguien esperando que quieran escucharle.

Luego, al final de la tarde, ví algo distinto a todo lo demás. A todo lo anterior. Fue en los ojos de una amiga. Un brillo que no se ha apagado desde que conoció a aquel chico.