



Las exposiciones de fotografía me dejan siempre una extraña sensación, en especial si hay personas representadas en las fotos. Porque esas personas un día se quedaron inmóviles un instante frente a la cámara para permanecer eternamente así.
Jóvenes retratados con su imperecedera sonrisa. Otros con su cigarro en la mano y su imagen urbana de newyorkino, niños que nos miran con descaro desde el otro lado, gente paseando despreocupada y una pareja espiada a través de una ventana. Rostros de fantasmas. Que curiosamente parecen tan vivos.
A veces las fotografías capturan mucho más de lo que cualquiera puede ver a primera vista. Un instante de vida que no volverá. Una historia. Un pedazo de intimidad. Y convierten a su autor en algo así como un ladrón de almas.
LA exposición, lejos de sensacionalismos, recoge escenas de la ciudad de Nueva York que es pintada con dinamismo y con todo su glamour y dotada de una magia singular. Imágenes intertextuales que nos remiten al cine y a la historia de América. Y retratos de la variada gente que se pasea cada día por sus calles.
Salí de La Casa Encendida con la sensación de haber observado la ciudad desde el puente de Brooklin con un potente telescopio.