Cuando nos conocimos, o quizá nunca nos conocimos, yo seguía el camino de baldosas amarillas que llevaba hasta Oz. Él se había armado gallardo caballero en la torre de un antiguo emplazamiento romano.
Con el tiempo, descubrí que lo único que teníamos en común eran el omeprazol, la filosofía del Principito y una cicatriz en el vientre. A él le gustaba callar. Yo hablaba hasta la madrugada. Él quería ser pájaro para no preocuparse de nada, sino de volar. Yo quería volar para ver el mundo desde arriba. Él era un hombre tranquilo. Yo me apasionaba con cada pequeño acontecimiento. Él era un solitario. Yo conocía gente en la cola del supermercado y en los vagones de tren. Él tenía miedo. Yo estaba segura de que no tenía nada que temer. El construía puentes y caminos. Yo quería encontrar un puente que me llevara hasta él. Él no quería sufrir. Yo sabía que el dolor era inevitable. Sabía que las personas fuertes no eran aquellas que, como él, se colocaban su disfraz de espinas cada noche frente a sus amantes. Las personas fuertes eran aquellas que parecían más vulnerables. Aquellas que, como yo, no tenían miedo de compartir los destinos. Aquellas que caían más frecuentemente, pero que encontraban la forma de renacer de sus cenizas. Él veía mordazas en el exterior. Yo estaba segura de que la única cadena que le paralizaba estaba dentro de sí mismo.
Y sin embargo, y a pesar de la distancia entre nosotros, pronto se abrieron nuestras cicatrices y los apéndices de esos apéndices que cortaron los médicos en nuestra niñez se alargaron varios centímetros para unirse en la oscuridad de una noche.
Nadie lo había planificado previamente. Los lazos de la costumbre se habrían de convertir seguro en pesadas cadenas para él y en mordazas para mis palabras. Pero nadie lo había planificado y nadie quiso frenar el crecimiento de aquellos apéndices que se retorcían entrelazándose hasta ahogar los alientos de los dos.
El omeprazol sedaba la angustia y escondía los temores. El apéndice seguía creciendo, al menos el mío, y me agarraba la boca del estómago provocándome naúseas. ¡Qué extraño que alguien enamorado sienta naúseas! Pero los chinos decían que los sentimientos se almacenan en el estómago y, aunque esta idea sea menos romántica que la occidental, ¿quién no ha tenido a alguien atravesado en el estómago? Si el mismo Galeano sucumbió a esta idea y no pudo dar la voz de alarma por tener atravesada otra mujer en la garganta.
Cuando nos conocimos, yo quería caminar descalza hasta magullarme los pies, quería sentir la despreocupación del humo de un cigarro, sentarme a la sombra y respirar. Él solía respirar, simplemente. Respiraba y callaba. Me echaba el humo de su cigarro en la cara y volvía a aspirar ávidamente su tabaco.
Cuando nos conocimos, él no quería saber nada del amor. No quería una historia predecible. No quería un suicidio anticipado.
Y sin embargo.
Ahora estamos muertos sin que nadie lo sepa.
Y ¿a quién le importa una historia más de desamor?