La entrada de Eli en su blog sobre los Reyes Magos ha funcionado como la magdalena de Proust y no dejan de llegarme sensaciones de aquellos años... la de aquella mañana, la enorme desilusión de encontrar los zapatos sucios llenos de carbón por haber sido tan traviesa en la sala de estar y la posterior emoción al llegar con desánimo a la cocina para desayunar y ver que, por error, habían dejado allí la cesta de la fruta, la muñeca patinadora y todo lo demás junto a la ventana... una noche que correteaba por el pasillo nerviosa sin querer dormir... aquella en que bebí enormes cantidades de agua para despertarme de madrugada y pillarlos desprevenidos y descubrí estrellas en la oscuridad (a mí me pareció magia, pero no era otra cosa que el vestido reflectante de la Barbie)... las mañanas en que despertábamos nerviosos a mis padres, locos de contentos, y ellos que parecían estar tan sorprendidos como nosotros... la noche aquella que dejamos tres copas de champán y una bandeja de turrón y comprobamos atónitos por la mañana que sólo quedaban migajas y las copas vacías (menudo atracón el de mis padres)... las trampas que preparábamos mi hermano y yo con minuciosidad detrás de la puerta y mi madre, qué lista era ella, que nos decía que los Reyes podían verlo todo y no era posible engañarlos... las cabalgatas de Reyes de la mano de mamá y los caramelos... las pastillas de chocolate Kinder al pie del árbol junto a un microscopio (cuando pensaba que de mayor sería una reconocida científica que descubriría una vacuna contra la malaria)... cuando abría las puertas del armario, miraba debajo de la cama o detrás de las puertas, buscando los regalos con antelación (porque empezamos a hacer preguntas y mis padres nos contaron que ellos recogían los regalos antes de la noche de Reyes para aligerar peso a sus majestades), las risas, los gritos, miradas de complicidad de mis padres (que yo no entendía).
Fue luego cuando crecimos, y dejamos de creer.